Ayer en mi caminata vespertina vi una casa. Una casa vieja, una casa blanca, una casa vacía, una casa hermosa. La he visto varias veces pero apenas ayer la vi-vi. Iba a pasarla de lado pero la casa me llamó, vi que la reja estaba abierta, estuve a punto de entrar pero me detuve, retomé mi camino. O eso intenté. Un señor estaba ahí, regando plantas. Sin mirarme siquiera él sabía que yo estaba ahí. Me hizo una seña, me sonrió en ella, fue como si dijera: ande, pásele. Era el dueño. La casa está en venta. Y no intentó vendérmela, lo juro, intentó en todo caso contarme cómo fue que la compró, cómo esa fue su primera casa propia, cómo ahí se fue a vivir con su esposa cuando recién se casó, intentó contarme todo lo importante que es esa casa para él. Parecía, en todo caso, que no quería venderla, que quería mantenerla así: intacta. Me mostró cada habitación, me explicó todo lo que había trabajado en ella y, cuando me llevó al patio estaba frente a mí gigante y hermosa una higuera. Aquí es cuando yo les platico que las higueras me hacen pensar en mi mamá porque las higueras la hacen pensar en su mamá. Las higueras siempre me conmueven como si al verlas abrieran una puerta de emociones y nostalgias. El dueño, se llama Saúl por cierto, cortó dos higos, los lavó y me los dio. Y en los higos había tanto.
Ayer en mi caminata vespertina vi una casa. Una casa vieja, una casa blanca, una casa vacía, una casa hermosa, una casa que por un rato tuve ganas de que fuera mía.