Cuando era pequeña, digamos que tenía entre 5 y 7 años, nuestra mascota era una tortuga. Sigo sin entender 1. por qué teníamos una tortuga y 2. qué gracia puede tener una tortuga como mascota. La nuestra se llamaba Burocracia, en honor claro a la tortuga de Mafalda.
La burocracia vivía en el patio y comía lechuga.
Aquí es cuando yo les explico que mi hermana y mis dos hermanos están pegaditos en edad. Nació el último de ellos y como trece años después: yo. Entre ellos había una complicidad de la que yo sólo era testigo. Tenían su mundo; no importaba: yo tenía el mío. Ellos iban y venían. Yo sólo estaba en casa, jugaba con las vecinas, me entretenía con mi universo.
Una vez ellos se fueron a la playa con sus amigos, yo me quedé en casa con mis padres. Por la tarde, cuando llegaron, dejaron un montón de cosas, todas llenas de arena. Ahí fui a descubrir esa misteriosa caja blanca de un material que yo nunca había visto en la vida, parecía un cofre con su tapa y todo, adentro había agua. De pronto, un golpecito en el pie. Era Burocracia.
Cuando pienso en ese momento lo imagino así: miro a Burocracia, miro el cofre blanco, miro a Burocracia, pienso en el agua, miro a Burocracia y la tomo con mis dos manitas y la deposito dentro del cofre blanco.
Una tortuga + agua = felicidad.
No sé quién la encontró ni cuánto tiempo después pero sé que fui la sospechosa número uno. ¿Tú pusiste a la tortuga en la hielera? Asentí. No sé si me regañaron, la verdad no recuerdo más. Sólo sé que después de eso la Burocracia se enterró a sí misma en lo más profundo del patio y no volvió a salir jamás.
Hoy tuve un momento triste, un momento conmigo, esos que llegan de la nada. Tuve ganas de que una niña me metiera a una hielera en agua fría y luego enterrarme a mí misma en lo más profundo de la tierra y no salir jamás.
Pero yo no soy Burocracia.