el de 21 tiene clarísimo que el tequila y él no se llevan bien. me llamó el otro día para contarme que tuvieron una fiesta socialmente distante él y sus dos roommates y el vecino de arriba (o sea, su crowd de siempre desde el inicio de la pandemia). alguien llevó tequila y el de 21 dijo “not for me”.
“pero entonces, Jefa…” sí, me llama Jefa desde que tiene 15 años y no saben cuánto amo que me diga así. “entre las risas y el desmadre adivina ¿quién empezó a gritar shots, shots, shots-shots?”
él, claro.
me llama y tiene una cruda infernal. me llama y me hacer reír a carcajadas por, claro, sus pendejadas. me llama y, después de sus alcohólicas anécdotas me pregunta cómo estoy, qué leo, qué he comido, cómo me siento. sus preguntas no son de esas que se hacen nomás porque sí.
mi hijo espera respuestas, por eso construye preguntas.
por eso, también, está haciendo un minor en filosofía. y le mama Sartre. veremos por cuánto tiempo.
pero, volvamos a sus preguntas. sus preguntas siempre son para generar un diálogo, siempre son para escuchar y comentar sobre lo que tengo que decir, para alivianarme por entero.
por ejemplo, si le digo que tengo puro antojo de comida chatarra me dice: “dátela, al rato te harta y vuelves a las ensaladas”.
si le digo que tengo puro antojo de ensaladas me dice: “pero pues un taquito de vez en cuando no hace daño”
si le digo que me siento triste: “me dice está bien, es normal, en estos meses fuiste a Mordor y sobreviviste, date chance”
y podría continuar con miles de ejemplos que se quedarían cortos cuando lo que yo solo trato de decir es que mi hijo de 21 años es lo mejor de los últimos 21 años de mi vida.