una vez, hace muchos años, un hombre me tumbó la mitad de un diente. decidí hacer como que no pasó nada. qué más da un cachito menos de diente. qué más da, está el resto: puedo morder, puedo sonreír, dije.
hasta que no pude ni lo uno ni lo otro.
el daño eventualmente se volvió tan profundo que hubo que tomar medidas extremas. poner un cachito de diente postizo feo, incómodo, de otro color. un cachito de diente falso que un día se rompió.
hubo que poner un puente.
el puente era una máscara, o más bien un ejercicio de ficción, el relato que una hace cuando le es imposible contar la verdad porque duele, porque avergüenza, porque victimiza. el puente que cubría lo que solo yo sabía. el diente no tenía historia, me convencí. pero era algo.
un secreto dental.
(mi madre decía que a los dientes hay que cuidarlos siempre, que una buena dentadura es símbolo de bienestar, salud, cuidado.)
mi secreto dental.
el diente, o lo que quedaba de él comenzó a molestarme la semana pasada y decidí, como cuando me lo rompieron, ignorarlo, hacer como que no pasaba nada. fingir que el dolor era una migraña chueca.
no, no era una migraña. era ese diente que quería que yo dejara de fingir.
hoy fui al dentista y resulta que el diente y su vecino de al lado necesitaban endodoncias. sé más de endodoncias que de salud dental y mental. sé más de nervios necrosanos que de autocuidado.
sépanlo: no me dolieron las seis inyecciones, tampoco el taladro ese, mucho menos las manos enormes y enguantadas del dentista en mi pequeña herida boca. me dolió saber que el remedio estuvo en mis manos siempre, me dolió darme cuenta que hacer como que mis dientes no tienen historia fue otro modo de normalizar la violencia.
mis dientes sí importan y hoy le quitaron lo que quedaba de vida a dos de ellos y me da tristeza, me da rabia.
pero también me da una enorme fuerza.
nadie volverá a tocar mis dientes, me he prometido, nadie tocará mi piel, nadie va a entrar a lastimar cualquier rincón de mi mente jamás.
nadie, dije, nadie.