Le digo que nunca he perdido la cabeza, que no entiendo mucho del deseo y que mi cuerpo no es sino un mundo completamente civilizado donde no hay sudor, sólo ropa interior limpia. Le hablo de mis obsesiones como si fueran algo que me hace interesante y no un ser humano más bien patológico. Sé que no la engaño (¿les he dicho que ella, como buena cáncer es muy perspicaz?). Ella sabe.
Sabe que de seguro he perdido la cabeza muchas veces y que, de cualquier modo, podría perderla de nuevo; sabe que entiendo, vivo y respiro el deseo, aunque lo niegue. Mi cuerpo, sin embargo, sí es un vecino insurrecto que peca en lo civilizado y en lo monótono, un mundo que espera ser alcanzado por el temblor ajeno y el propio, por el vaivén de piel y placer que me hará, invariablemente, caer en el estremecimiento. En el abandono total.
La verdad es esta, temo el estremecimiento, el abandono, el deseo. Porque lo he vivido o porque nunca lo he vivido. Porque lo he imaginado o lo he dibujado. O simplemente porque he escuchado que es como un temblor que todo lo derrumba, una actividad sísmica que deja a su paso un ser en ruinas, reducido a polvo. Y yo, no sé cómo decírselo (aunque en realidad, seguro ella ya lo sabe).