Lo he vuelto a hacer. Lo juro que lo vi venir, en serio, me paso.
Me explico:
Cuando recién me mudé a esta casa sabía que tenía que comprar cuatro cosas para poder estar en paz conmigo misma y con mi extrañamiento de mi antiguo hogar: una cama, un sillón, un comedor, un escritorio y su consabida silla. Y así lo hice, compré las cosas casi en el orden mencionado. Casi. Dejé para lo último el escritorio. Vi varios pero bueno el precio detenía el proceso de compra. Finalmente desistí y me dije, mira algo pequeño y punto, algo peque y mono para la esquinita al lado de la ventana.
Compré el escritorio, lo armé (yo no sé por qué insisto en seguir armando mis muebles, no es lo mío siempre dejo algo medio guango). Y bueno, el rinconcito quedó lindo un pequeño escritorio negro con espacio para la compu, una lámpara, una taza de té y un cuaderno o libro. Tiene sus pequeños estantes para acomodar papeles y la impresora. Voilá, todo perfecto.
Pero no.
Cuando menos me di cuenta ya estaba yo trabajando de cuando en cuando en la mesa de la cocina. Como siempre me ocurre. Esta es la tercera vez que compro un escritorio que a fin de cuentas no utilizo. Pfff. Otra vez la misma historia: no quepo, estoy incómoda, mis piernas se sienten acorraladas, no puedo tener más de dos libros cerca de mí porque no cabemos, somos demasiados habitando este lugar.
So, que heme aquí, escribiendo en el que siempre será el mejor lugar para escribir, la mesa de la cocina. ¿Cuándo aprenderé?
Estoy a punto de convertir el miniescritorio en estante común y corriente y oficialmente declarar la mesa de la cocina como el espacio altamente creativo de esta casa.