A mí ningún médico me ha salido con que I’m running out of time y que si quiero otro hijo le apure. No. Tampoco tengo un marido, una suegra o una madre que mestén dando lata con lo mismo. Ni yo misma me acoso con la idea de ser mamá otra vez. Por el contrario, desde que nació Juanantonio tuve muy claro que con él me quedaba. No he tomado medidas drásticas para cerrar la fábrica, pero es sólo por pánico escénico (a un quirófano no vuelvo y menos por cuenta propia).
No soy Herodes, por el contrario, los retoños me dan una ternura bárbara. Sé que me voy a volver loca cuando el bebé de mi mejor amiga nazca. Pero como no ha nacido y no hay bebés a mi alrededor me he descubierto ofreciendo mi voz más absurda y tierna y mis cariños más cálidos a un ser de tres meses que babea, da lata y hace gracias al mismo tiempo (como todo bebé) pero que está lleno de pelos. Se llama Pigles (por el momento, la semana pasada era Max). Es nieta de una chihuahueña y de un french. Es hija de una casichihuahua casifrench de lo más raro y de un maltés. No hay palabras que la describan correctamente. Es güerita pero las puntas de su pelo son negras. Una monada.
Juanantonio la trae de aquí para allá y tanto me negué a su existencia que sobrevino la justicia poética: me enamoré de ella. Es tan linda. Me ve y brinca de gusto, por la mañana me trae su plato para pedir su comida. Rasca la puerta cuando me voy a bañar. Me gusta, me gusta su compañía y detesto cuando mi hijo se la lleva a casa de sus abuelos. Como si no fuera suficiente estar ya sin él.
Ayer, mientras le decía hasta mañana Pigles, comprendí que quizás en ella se depositen mis últimos instintos maternales. ¿Me entristece eso? No lo sé exactamente, pero sí sé que en la próxima quincena al hijo le compro tenis nuevos y a Pigles un plato para sus croquetas.