Mi madre es la dueña absoluta de su cocina; una, si acaso, puede ayudar lavando trastes pero hasta para eso hay ciertos requerimientos que deben cubrirse, pero eso es otro tema.
El caso es que mi madre, reina del lugar más pequeño y cálido de su casa, tiene una curiosa y perpetua rebelión con las ollas. Sabemos que está en la cocina porque el clink, clunk, clank, la delata. El escándalo metálico es su tarjeta de presentación.
Saca un sartén: clank, clank
Saca una olla: clink, clink
Saca un comal: clunk, clunk
Al golpeteo lo sigue, siempresiempre, un grito emitido furiosa, incivilizada y casiguturalmente, por mi padre. Así que entre el golpeteo y el grito (ambos recurrentes)los comensales terminamos con los nervios de punta, con las manos temblorosas y el estómago hecho nudo.
Cuando me cambié de casa pensé que iba a extrañar eso. Por supuesto, no fue así. Y ahora que cocino con más frecuencia, me doy cuenta de que para hacerlo no es necesario tanto clank, clink, clunk…
En mi casa, si acaso, una olla se golpea con otra
una vez a la semana (y se me hace mucho). Cuando ocurre, a la vieja usanza, levanto mis hombros, cierro mis ojitos y levanto mi pierna derecha por puritito reflejo, espero que llegue el barbárico grito y no llega. En menos de un segundo, el silencio, lo resume todo. Y no pasa nada.
No entiendo, no entiendo… La perpetua rebelión de mamá es un asunto sólo de ella.