Hace muchos años. Digamos que en otra vida, conocí a la Elsa Concha. No me acuerdo cuándo ni por qué le decíamos Concha, pero me acuerdo que me hacía mucha gracia. En esa época yo sabía poco de la vida y de mí misma. No entendía muchas cosas, pero aprendía que hay amistades que te cambian la vida, te enseñan el mundo y si luego desaparecen, o desapareces, está bien porque el cariño queda intacto.
Con Elsa aprendí muchas cosas.
Hace unos días, después de casi veinte años de no verla, me escribió. Viene a la texanía a un evento, justo, justo cuando estoy a punto de irme a otro viaje. Teníamos una ventanita hoy para vernos, pero su aerolínea lo echó todo a perder.
No la veré. Ya sé, ya sé, recuperé su contacto, pero no la veré y por eso en este miércoles primero de mayo tengo una nostalgia bárbara por aquella época en que nos veíamos semanalmente junto con otras amigas, una nostalgia increíble por nuestras largas charlas, los comidones en el Jung, las risas tantas. En esa época vivía yo en Hermosillo, en Villa Bonita y, también, pese a todo vivía una vida bonita. Con mis amigas, las primeras que me enseñaron a quererme porque me querían.
Si la Elsa supiera todo lo que ella y nuestro grupo pequeñito hizo a pasos gigantes por mí. Si tan sólo.