Mi hijo cumplió veinticinco años esta semana. Apenas me lo puedo creer. El tiempo se movió veloz, aunque suene a lugar común: parece que fue ayer cuando lo llevaba por primera vez en el kínder. Los dos vestíamos de blanco, oíamos a Café Tacuba en el auto y cuando bajamos nos encontramos con montones de niños llorando por el temor del nuevo lugar sin su mamá o su papá. El mío, en cambio, me dijo: estoy bien, ya puedes irte.
Lo escribí en este blog: me fui, sí, pero me fui llorando como nene de kínder.
A lo largo de los años mi hijo me ha demostrado que está bien, que me puedo ir. Pero también y eso me enorgullece más, me ha hecho saber cuando no está bien y me pide tiempo para hablar y destejer la madeja de emociones que le aqueja.
Nuestras charlas a veces semanales, a veces quincenales, pero siempre son largas y cubren todos los temas habidos y por haber, trabajo, casa, paseos, descubrimientos, placeres culinarios, gatos. La vida toda, pues.
Sé muy bien que si llegó a los veinticinco como llegó es por el trabajo que mis padres pusieron en esos primeros años de vida. Sé muy bien que también es por la existencia de su papá y de sus tíos, por las amigas que se volvieron familia, por el hombre que me ayudó a criarlo en su adolescencia. Pero también sé que fue por mí, por las decisiones que tomé, por la música y los libros que le compartí, por el sistema de negociación (aún lo llamamos así) que ejercemos cuando es necesario llegar a un consenso de opiniones encontradas.
Quiero creer que, también, llegó como llegó a los veinticinco por el amor inmenso que le tengo y que utilizó para formarse él y descubrir(se) el camino. Su camino.
Siempre me pregunté cómo hubiera sido ser mamá de nuevo, ya no. Seguro habría diferencias pero ese bebé que no fue no me hubiera tenido solo a mí, hubiera tenido el hermano genial que solo se encuentra en un hijo genial.