El hijo llegó hace dos días. Trajo café del que me gusta, una tarjeta con una gata en modo queen y muchas historias. Desde hace seis años vive en San Antonio, recién compró lo que yo llamo, Un duplex propio porque decidió que seguir rentando era tirar dinero y que mejor invertir sus ahorros. Un hombre sabio mi hijo de casi veinticinco.
Desde hace años, desde antes de que yo enviudara, hicimos varios acuerdos, celebrar Día de Gracias juntxs es opcional, pero la navidad sí que nos reunimos y no necesariamente a celebrar el nacimiento del niño dios, sino a estar juntos. En año nuevo la misión es hacer cada quién por su parte un plan y marcarnos después de medianoche.
Somos familia de dos, familia de sangre quiero decir, porque nuestra familia se extiende a otras ciudades y países, a personas que -de sangre o no- han sido parte de quiénes somos, personas que vienen al rescate con unas cuantas palabras, en vivo o en mensaje, un café o una cerveza, o su presencia simplemente.
Cuando estaba embarazada de él recuerdo haberme preguntado muchas veces de qué hablaríamos cuando creciera, nunca hubiera imaginado que hablaríamos de todo, de nuestros afectos, nuestras pérdidas, trabajo, viajes, gustos. También de los temores, de las relaciones chidas y las no tan chidas. Ayer hablamos de salud.
–¿Has tenido algo?
— ¿A qué te refieres?
— De salud, algo que yo no haya sabido.
Le conté de un tejido precanceroso que me operaron en 2013, el mismo año que mi hermano murió y que diagnosticaron justo de cáncer a mi madre. Le conté de todo el proceso, de la cirugía, de estar en cama dos días sin deseo de levantarme. Pero no le conté del miedo que tuve porque me preguntaba ¿qué pasará con él si yo no estoy?
No es que piense que no va a poder andar en la vida sin mí, sino que siento gacho nomás de imaginarlo cargando con otro duelo. Porque si somos familia de dos es porque hemos experimentado muchas pérdidas. O tal vez no hayan sido tantas, pero se sienten tan profundo.
Después de hablar de cosas serias, vimos Raising Arizona. Nos reímos del cabello de Nicolas Cage, compartimos una segunda cena con gin tonic y tamales (de Doña Lupita, claro que sí) y mientras nos disfrutábamos de la más graciosa persecución de la película, dentro de mí era yo Holly Hunter abrazando al bebé secuestrado llorando y diciendo: I LOVE HIM SO MUCH.
Eso me pasa con mi hijo y no porque sea mi hijo, sino porque es un ser maravilloso que, seguro, sabrá acariciar la cicatriz que dejan los duelos sin dejar de caminar su vida como él decida.