Adoptamos a Julia y a Winston en 2016. Muy inmediatamente era claro que Winston era mi gato mío de mí y que Julia era la hermana de mi gato, y no nos llevábamos mucho. No diría que nos caíamos gordas, pero tal vez ella sí.
Cuando todo se derrumbó –dentro de mí, dentro de mí– la Julia se sentó en mi regazo y siento que desde entonces no se ha movido. Eventualmente mandamos al Winston a UTSA a vivir con El Hijo y nos quedamos como roommates.
Mientras escribo esto su cabeza reposa en una esquinita de la compu. A veces nos enojamos, o se enoja ella si no le doy su desayuno a las 6:30 am puntualita, a veces me enojo con ella porque hace carrito en mi colcha o porque no se deja hacer su pedicure quincenal.
El resto del tiempo es mi compañera y mi mascota terapéutica. Si me nota cabizbaja o de plano me ve chillando, no se me despega.
Antes no hablaba, ahora lo hace todo el tiempo (y por favor créanme que me refiero a sus maullidos, no piensen que creo que mi gata habla-habla, sé muy bien que solo “habla”). Sé perfectamente cuándo quiere que abra una cortina o cuando decide que es hora de que la acaricie.
Últimamente he pensado que habré de seguir viviendo sola si no para siempre, por mucho mucho tiempo, pero que está lindo pensar que cuando cae la noche, alguien me recuerda que es hora de ir a descansar y que aún los días malos, son buenos porque son días.
Tengo una gata terapéutica y mucho que terapiar, sin duda. Este post, por ejemplo.