Mi mamá siempre trabajó un montón. Hubo una época que por la mañana daba clases en una primaria, por la tarde en una secundaria y por la noche, un par de veces a la semana, en la nocturna para adultos. Sus días eran un ir y venir, calificar, preparar clase. La veo ahora mismo, llegando de la escuela, corriendo a mil por hora a la cocina, abrir el refri, la alacena, prender la estufa, lavar alguna verdura. ¿Qué vamos a comer?” le preguntaba yo. “Bisteces violentos,” decía. O “puré de papas violento” o “milanesas violentas.” Mi mamá agregaba la palabra violencia a todo platillo cocinado en menos de 15 minutos. Cocinaba, comíamos y se iba corriendo a su siguiente clase.
La sopita de fideo y las calabacitas con elote crema y queso le salían deliciosos.
Es muy chistoso porque generalmente la comida violenta era la que mejor le salía… y miren que mi mamá cocinaba maravillosamente, pero a veces cuando más tenía tiempo o cuando realmente seguía recetas al pie de la letra las cosas salían ricas pero no al gusto de ella. Le daba risa y se enojaba al mismo tiempo.
Mi mamá intervenía recetas, las juntaba, las cambiaba, las adaptaba. Mi mamá coleccionaba recetas.
Cuando murió me quedé con un cuaderno de recetas. Algunas escritas a mano, algunas recortadas de algún lado.Todas, todas, todas eran de platillos exquisitos que, no lo van a creer: nun-ca-hi-zo. Su cuaderno es un montón de recetas, un montón de platillos, un montón de cosas que estoy segura que ella planeaba preparar sin violencia alguna.
Yo he cocinado violentamente y he cocinado lentamente. No sabría decir cuál me sale mejor, pero sé muy bien que ni lo uno ni lo otro me sale como a mi mamá. Mi sopita de fideos es rica pero no pero nunca será como la de ella.