La semana pasada me hicieron una cirugía. Tenía terror, harto terror, aunque me habían explicado una y mil veces cómo era el procedimiento e hicieron hincapié en que entraría caminando y saldría caminando me moría de miedo. Fue anestesia local, amigos no hagan eso en casa, se siente horrible. Tres agujas gigantes entre mis piernas, mis piernas por cierto temblaban y yo nunca había sentido eso, qué debilidad, dios mío.
Y bueno, había una cámara y una pantalla gigante donde se podía ver todo, al principio opté por hacer una profunda respiración y mantener los ojos bien cerrados. Luego, no sé por qué, abrí los ojos y entonces no los pude volver a cerrar. Mantuve mi atención fija en todo lo que ocurría, en la forma lenta y delicada en que la doctora cortaba ese cacho de preocupante y precanceroso tejido. Yo, yo no sentía nada, tal vez una ligera incomodidad pero no estaba ahí el dolor que me imaginaba.
Hoy, hoy he vuelto a la normalidad, he caminado a mi trabajo los últimos dos días, he subido y bajado escaleras, caramba hasta he barrido y trapeado. Mi cuerpo ha vuelto a ser el de antes.
La vida, sin embargo, no. No del todo.