A mediados de junio mi madre recibirá su cuarta y última quimioterapia. Estuvo aquí unos días, de visita. Lo tremendamente cierto. Su cuerpo más pequeñito, delgadito, sus manos que a veces tiemblan y, otras veces, son las mismas de siempre, las manos que acarician, las manos que roban esto o aquello de tu plato, las manos que -¿cómo no?- hacen la labor del copiloto diciendo por donde debe uno ir (en la calle y en la vida).
Mi hermano, mi cuñada y mi padre han sido los principales guardianes de su enfermedad. A mi hermana, mi otro hermano y a mí tan sólo nos ha tocado oír de cómo van las cosas, nos ha tocado imaginarnos, nos ha tocado cuestionarnos esta cosa de la distancia.
Mi madre dice que no tiene miedo. Y le creo. Me queda claro: los que tenemos miedo somos los otros.
Si, miedo de quedarnos sin nuestro co-piloto que nos diga por donde ir o donde no ir…
De quedarnos sin el atento oido que en cada telefonema nos escuche nuestros suenos y lamentos y nos da valor para seguir… yendo,
De no tener, aunque sea una vez al ano el hombro en el que recargarse para llorar o reir… y seguir yendo…
El piloto de nuestras vidas convertido en minusculo copiloto que ha guiado nuestros gigantescos pasos…
Si a nosotros nos da miedo y lo unico que nos queda es abrazarnos al telefono o al teclado para tratar encontrar ese copiloto tambien en un alma cercana…