Nació en una familia de artistas. Su papá pintor. Su mamá ceramista. Creció rodeada de colores, pinceles, arcilla. Creció rodeada de un mundo de imágenes. De pequeña ella y su hermano acompañaban a sus padres a los museos y estos, para poder tomarse su tiempo de ver cada pieza, dejaban a los niños por su cuenta: una libreta a cada una con la misión de escribir o dibujar todo aquello que les pareciera importante. La niña, por lo tanto, descubrió el arte antes que las muñecas.
Cuando llegó a la Escuela de Diseño de Rhode Island ella ya sabía que era artista, ella ya sabía que era fotógrafa. Dueña de su cuerpo, dueña de un ejercicio de luz, de sombra, de forma, exploró y encontró su voz. Se tomaba más en serio a sí misma que cualquiera de sus profesores y, como suele suceder, que cualquiera de los galeristas de la época. Sus imágenes parecieran hablar de soledad, de tristeza. Yo digo que hablan de vida, de presencia, de certeza.
Lo último que hizo fue lanzarse por la ventana y hacer una fotografía. Tenía 23 años. Se llamaba Francesca, Francesca Woodman.