Muy joven descubrí que me costaba concentrarme, que, a pesar de que me encantaba leer, rara vez podía atender a lo que leía más allá de las primeras tres o cuatro páginas. Me distraía. Prestaba la misma atención a las letras que, digamos, a lo que veía por la ventana o a las voces que escuchaba en el cuarto contiguo. Se me mezclaba lo que leía con lo que me rodeaba o con lo que simultáneamente me venía a la mente, y eso me confundía, más bien, me angustiaba (…) Para suplir esa falla, como quien se las ingenia para compensar algún defecto físico a fin de que no se note, prestaba gran atención a las conversaciones, almacenaba los comentarios de maestros y condiscípulos, retenía frases que oía citar y que me gustaban. Así aprendí a conocer libros, a amarlos y a citarlos…
El común olvido, Sylvia Molloy.