La verdad, yo ya no quería una mascota, las últimas despedidas han sido duras pero cuando el de casitrece se mudó acá era lo que más deseaba. Adoptamos a Dylan en septiembre. Es el clásico gato amarillo a rayas. De pequeño era una dulzura, dormía en mis libreros y maullaba como dulce. Creció un poco y comenzó a volverme loca, se subía a todos lados, tiraba lo que estuviera a su paso, llenaba de pelos todo en casa. Me tenía harta.
Un día se salió sin que yo me diera cuenta. Me quedé pensando en que eso me pasa por ser tan intolerante, qué le diría a las 3 pm cuando el de casitrece llegara de la escuela. ¿Y ahora quién podría salvarme? Me fui al gimnasio esa mañana pensando que era una mala persona, hice un repaso en la caminadora de las mascotas en mi vida y de mi bajo nivel de cuidado con muchos de esos perros y gatos.
La sorpresa es que cuando regresé, Dylan me esperaba al lado de la puerta, maulló como diciendo: ya volví. A este gato vaya que lo he maltratado, le he hablado en mal tono, le he echado mis peores miradas y sin embargo ahí estaba al lado de mi silla donde escribo, en los pies de mi cama y ahora, de regreso a casa. Se ha vuelto a escapar otro par de veces y aparece de nuevo al lado de la puerta. Este gato, me dije, o no tiene dignidad o nos quiere realmente.
Creo que hace mucho que no me pasaba algo similar, mucho menos con un gato, todos sabemos que de los gatos las mascotas somos nosotros pero Dylan tiene algo de perro. No podría explicarlo.
En estos días que han pesado un poquitín más que los otros, Dylan no se separa de mí. Me mira como si supiera, me maulla como diciendo: todo va a estar bien. O a lo mejor no, a lo mejor simplemente me mira para que le haga caso y me maulla para que le dé agua y deje de tomar del escusado.
El caso es que Dylan el Gato me está enseñando a querer.
🙂