NO HAY QUE DESPEDIRSE

Eran las siete de la mañana, cuando un teléfono suena a esas horas las noticias generalmente no son buenas. Tardé en contestar. No sé, no sé. Finalmente dije “¿bueno?” y al otro lado de la línea, al otro lado del mundo escuché mi nombre. Mi nombre en diminutivo y su voz diciéndome “Soy yo, soy yo. Soy tu hermana”. Quizá para cualquiera de ustedes oír su nombre en diminutivo y una voz diciendo “Soy tu hermana” sea muy natural. Para mí no. Eran tantos los años como tanto el silencio. Como tanta la nostalgia.

Te pregunta: “¿cómo has estado?” y tú no sabes qué decir, en unos segundos pasa por tu mente decirle “bien pero…” y en el pero están los últimos años de vida, de tropezones, de lágrimas, de muertes cercanas, de medicamentos, de cambios, de ser la depositaria de los sinsabores de papá y mamá; en el pero está la escritura que no alivia pero que está, en el pero está lo difícil de ser papá y mamá al mismo tiempo, de ser una al mismo tiempo. Detienes esa ola de ideas y le dices: “Bien, bien”. Ella, por su parte, sin que tú se lo preguntes, te repite una y cuatro, cinco veces: “yo estoy bien, estamos bien, no te preocupes”. En su insistencia está tu certeza. Lo que está detrás del “bien, bien”

Le dije a mi hermana “te sueño mucho” y ella dijo: “¿que me extrañas mucho?, yo también te extraño mucho”. No, no le dije eso, pero no importa porque soñarla es eso: extrañarla. Luego de un resumen bárbaro sobre los últimos años, mi hermana me dice: “no sabes cómo te sueño”. Sonrío.

La llamada se cortó. Su tarjeta de ocho minutos se terminó.
Tal como ocurrió hace cinco años, mi hermana y yo no pudimos despedirnos.
Pero eso está bien.
No hay que despedirse.
No.

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