1989/1991

En 1989 mi hermana llamó a mis padres desde Londres y les dijo que se había casado. Ellos no sabían lo que descubrieron dos años después: su hija no sólo tomó un esposo, tomó también otro nombre, otra nacionalidad y una religión. Pero en 1989 mis padres ignoraban todo esto y recibieron la noticia como los padres tratan de tomar las noticias de sus hijos: con gusto. Supongo que hubieran querido conocer al novio, seguir todo ese protocolo que implica el matrimonio de una hija. Pero se ahorraron los reclamos.

Su hija, de pronto, les era ajena.

Con frecuencia me pregunto qué pudo sentir mi madre la primera vez que la vio así, hablando un idioma desconocido y vestida de pies a cabeza por telas que más cubrían un cuerpo como un secreto. Con frecuencia me pregunto, cómo hizo mi padre para darle la bienvenida a su esposo. Con frecuencia me pregunto qué sintieron al ver que su hija hablaba y se movía hasta que su esposo lo permitía, al verla de rodillas en medio de la nada rezando sobre un tapete.

1991 debió ser el año más difícil para mis padres. Ese fue el año en que tuvieron que admitir que esa mujer con telas oscuras y mirada gris se parecía muy poco, muy muy poco, a la que una vez fue su hija. Tuvieron que aprender a pronunciar su nombre. Tuvieron que aprehender su nombre. Ese fue el año en que tuvimos que entender que nuestra familia nunca sería la misma. Tuvimos que cubrir las ventanas y evitar visitas, olvidar las risas y contener el llanto.

1991 fue el año que perdí a mi hermana y al perderla me perdí un poco yo. Fue el año en que descubrí que no sabía cómo ser parte de todo y me perdía en nada. Fue el año en que comprendí que una familia es difícil de entender. Fue el año en que decidí que hay historias que se apropian de uno y no al revés.

Ese fue el año que comencé a escribir.

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