Uno regresa a los lugares
en que no ha sido feliz para entender.
CRG
Para el príncipe Húngaro
Yo no lograba entenderlo. ¿Por qué? una y otra vez volvemos al mismo lugar, ese espacio que se antoja cálido pero que está más bien lleno de incertidumbre y sinsabor. No me refiero a una ciudad, a una casa, a una habitación. Me refiero a una persona, a unos brazos, a una voz. A la persona, a los brazos y a la voz que un día nos hicieron saber que nomás no, que el nosotros no existe y que el problema es nuestro y no de ellos. Tú sabes de que hablo porque lo has vivido, también te ha dado por volver a la persona, a los brazos y a la voz que una vez te hizo saber lo que en realidad ya sabías pero no querías saber. Yo sé de qué hablo porque un par de veces hice lo mismo. Exactamente lo mismo.
Y la última vez que volví, la última vez que toqué a esa persona a esos brazos a esa voz, la última vez que pisé ese lugar donde en realidad no era feliz, lo entendí. Quizás a eso volví, a entender. De una vez por todas. Lo malo es que entender es a veces doler. La vida se pone tonta, sí.
No nos vendría mal, mi querido príncipe, pensar como Hemingway, pensar que siempre sale el sol. Aunque pensándolo bien Hemingway no es buena referencia; ningún suicida lo es cuando se trata de levantar el ánimo. Pero me imagino que antes de pegarse ese tiro certero, muchos días de su vida fueron como lo han sido alguna vez los nuestros: nublados, grises, fríos, y de todos modos él con todo y su sombrero podía pensar (o desear) eso, que siempre sale el sol. Quizá nosotros -mitad humanos mitad vampiros- más bien podemos pensar (o desear) que siempre sale la luna. O algo así.
Por lo pronto, cuando la vida se pone tonta, lo que nos queda es que tú te sientes al lado de Uma cuando te sientas mal y que yo observe dormir al de casi siete mientras compartimos la luna redonda o desgajada desde la ventana, desde nuestro rincón del mundo.
La distancia es tan irrelevante cuando se trata de ti, mi amado príncipe húngaro.