Ayer en punto de las seis treinta de la tarde comencé un tratamiento que aún no sé cuánto durará. Fue doloroso, al menos ligeramente, mi cuerpo entero reaccionó. Y aunque no me sentía triste-triste era sorprendente ver cómo las lágrimas se me escurrían. Eran de esas lágrimas que uno quiere quitarse de encima sólo por pena, como si todo fuera una simple exageración de nuestra sensibilidad.
Alguien, hace poco, me dijo que a veces para curarse es necesario sufrir y llorar. Nada de porras ni apapachos. No importa si él tenía o no razón. Mis lágrimas, mi dolor nada tenían qué ver con sus palabras sino con el inicio de un tratamiento que, para mí, significa un poco la libertad y ligereza que mi cuerpo necesita.
Como dice el Victorio, en este mundo nadie está completo.