Qué curiosa la forma en que la mente nos hace divagar. Ayer, ayer pensé en mi hermana porque un hombre se acercó a mi carro a venderme durazno, toque la piel del durazno, me dijo.
La piel del durazno. Mi hermana.
De cuando en cuando acariciaba mi cara y me decía Duraznito, decía que tenía piel de durazno. Se refería al vellito que me crecía en las mejillas y por alguna razón, que desconozco por completo, le gustaba esa sensación en sus dedos. (Soy muy velludita, tanto, que a veces pienso que mi hijo está lejano de un futuro lampiño gracias a mí.)
Yo era Piel de Durazno.
Ella, mi hermana mayor.
Y pasan los años y pasa su ausencia, su distancia de muchos años, su silencio, el cubrimiento de su cuerpo, brazos, cabello, de su nombre. El pasado que nosotros habitamos no existe más para ella. Ella tiene un presente que desconozco y un futuro, ¿un futuro?
No entiendo, todavía hay cosas que no entiendo. Y asumo que no entenderé. Salió esa mañana de 1989 a un país extraño y asumió una vida extraña, al menos para mí.
Y la extraño. Su abrazo cálido, sus palabras, sus bromas, sus manos suaves, pequeñas, blancas.
Extraño ser su piel de durazno.