Cumplí 21 años en el DF. Vivía allá. Fue la primer mañana de mi vida en que no fue mi mamá quien me despertó con el beso de toda la vida. No, abrí los ojos porque el despertador sonó. Baño, ropa, café, mochila. Caminar hasta la parada. Dos camiones hasta Perisur. De ahí otro más hasta la unam. Un tipo se subió a los últimos dos camiones conmigo. Era lindo. Muy blanco, de cabello negro y morral al hombro. Me miraba y lo miraba. Qué suave cuando sientes que le gustas a alguien.
Cuando nos bajamos me preguntó qué estudiaba. Era obvio ya que los dos íbamos al edificio de Humanidades. Caminábamos y conversábamos. ¿Cómo fue que le dije que ese día era mi cumpleaños? No lo sé. Pero se lo dije. Y me observó y sonrió y me abrazó y me dio un beso. ¿Ya desayunaste?, me dijo. No, pero faltan 10 minutos para mi clase. Sí, es cierto. Me acompañó a mi salón y se marchó. Qué estupidez más grande, pensaba yo en clase. No le pregunté su nombre, no le pregunté que estudiaba él. Imposible volver a verlo, ¿cuántas almas habitan este edificio día a día?
Por supuesto, no lo volví a ver.
Por la tarde mi novio llegó por mí a la escuela. Eric en su taxi. La casa de su mamá. La cena. El vino. Los besos. Mis padres al teléfono. Los abrazos de mi hermano. Feliz cumpleaños.
Dormí esa noche pensando en la sal de mis historias.
Esa que le da sabor a mi vida.