Tengo seis años y estoy en la sala. Veo la tele. Papá se acerca y me dice “Tengo que dejarte, pero te amaré siempre”. Mi madre, a mi lado, llora desconsolada. Siento algo en el pecho y no sé qué es. Tengo ganas de llorar y no sé por qué.
Tengo frenos en mis dientes y siempre que leo me duele la cabeza. Mamá dice que necesito lentes, como ella. Tengo diez años y a los diez años no eres el más popular si usas frenos, lentes y no tienes papá. Tengo ganas de ser otro.
Tengo que hacer este examen y no puedo concentrarme, tengo que pasarlo para poder entrar a la secundaria. Tengo miedo. ¿Y si no lo paso? Estoy rodeado por otros de mi edad que sí tienen respuestas pues no dejan de escribir. Tengo que escribir y no sé qué. Tengo ganas de dejarlo todo.
Tengo un reporte en disciplina y una madre que nunca me lo perdonará, ¿No te da vergüenza?, me repite. Yo no tengo forma de explicarle. De decirle que no podía permitir que los del salón me siguieran llamando maricón frente a Luisa. Tengo que aceptar su castigo, no participaré en la pastorela. Iba a ser José y Luisa iba a ser María. La iba a tomar de la mano. Tengo que decírselo a la maestra y no sé cómo. Tengo que.
Tengo pocos amigos y no tengo novia. Todos saben qué van a estudiar cuando terminen la prepa y yo no tengo idea. Tengo una extraña relación con las matemáticas: cuento mis pasos, cuento las letras de los nombres, las personas dentro de un salón, las veces que la maestra de inglés dice “Be quiet”. Tengo que dejar de hacer esto.
Tengo que estudiar y como no supe qué elegir mi madre me inscribió en Ingeniería civil. ¿Por qué no me inscribí en Física o Matemáticas? Fácil, porque no tuve ganas de discutirlo con mi madre. A veces tengo ganas de dejarlo todo.
Tengo un sabor amargo en la boca todo el día, todos los días y el mismo hueco en el pecho de cuando tenía seis años. Tengo una mujer que a veces me permite tocarla y un hijo que apenas comprendo. Tengo que tomar esa maleta. Tengo que dejarlo todo, tengo que decirle: “Te amaré…”.