Quería tan sólo decir:
“Éstos son los que me heredaron
el cabello castaño…”
Silvia Molina
― Samuel murió, ¿sabes? El verano pasado. Pensé en llamarles, a ti y a tu madre, pero ¿qué podía decirles? ¿qué podían hacer? ¿venir al funeral de alguien que apenas estuvo en sus vidas? Lo siento mucho, decidí por ustedes.
Casi perdí el monólogo de Adela desde la primera línea Samuel murió, ¿sabes? Pensaba en que apenas el día anterior había marcado a su casa, colgué pensando que habrían salido, sí, salido de paseo. Apenas unos días antes había escrito mis notas sobre lo que hablaría con él. Y, lo peor, hacía apenas unos años que le conocí. Samuel murió, ¿sabes? Mi abuelo murió, ¿sabes? Y yo, aterrada, no pude más que enredar una y otra vez el cable del teléfono en mi dedo índice. Traté de seguir el hilo de Adela, mi tía.
El DF siempre ha sido como un segundo hogar para mí, para mis historias. Ítaca. Desde que recuerdo, cada año lo visitábamos. Cada año me convertía en una más de sus habitantes temporales. Ese año era distinto. Llegué sola. Y no de vacaciones. Fui a trabajar, para mi tesis, para mis historias, para mí. Tenía la idea de que para estar bien, finalmente bien, debía echar de una buena vez todas esas preguntas que agobiaban mi organismo. No. No se trataba de las respuestas, de encontrar respuestas. El objetivo era plantear las preguntas, sacarlas a flote… Todo ese cúmulo de dudas que me habitaba desde que la memoria es memoria. Dudas que no eran habitantes temporales ni efímeras. Mis dudas eran inquilinas inamovibles. Me pertenecían, eran ya parte de mí. Caminaban conmigo.
No me gustaba. No me gustaba lo que veía en mis manos, en mis ojos, en mis palabras. Y pensaba que debía resolver ese misterio del pasado, que conocer esas verdades familiares que todos desconocemos me resolvería el presente, mi presente. Y el futuro, mi futuro. Como si el futuro dependiera del pasado de otros.
Samuel era mi pasado. Samuel era mi abuelo. El abuelo que nunca estuvo porque nunca fue. Yo no tengo un pasado de visitas a los abuelos, de navidades con los abuelos, de regalos de los abuelos. En ambos lados de mi familia no hay abuelos. El destino nos negó la posibilidad de decorar el árbol con ellos cada año.
Y mi madre decidió forjar su presente y su futuro en la creación de una familia, su familia. Y mi madre canceló a su papá. Nos canceló al abuelo. O el abuelo la canceló a ella. No lo sé. Sólo sé que le tomó (me tomó) muchos años convencerla de llevarme a verlo. Convencerla de decirme que él se volvió a casar, que tenía dos hijas: Adela y Patricia. Y una casa, una casa en Tlalpan.
Y estuve en su casa. Y nos mirábamos el uno al otro ¿queriendo buscar rasgos cercanos? Y hablamos. Y él no caminaba. Y yo no podía ni abrazarlo ni decirle abuelo.
Y luego, escribí Zapatos.
Y luego, mi vida se complicó y decidí que sólo hablando con él entendería.
Pero Samuel había muerto y, como la canción, me lo dijo Adela.
En ese instante, mientras la dulce voz de mi tía confortaba mi silencio, sabía que se había perdido algo, que había una historia que nunca nadie podría contarme, porque nunca nadie había querido saberla.
Hay historias que de tanto no contarse, desaparecen.
Aceptarlo me tomó años. Muchos.
Yo no quería saber de quién heredé mi cabello, mis manos, mis ojos. Yo quería saber de quién saqué la voz, las palabras, el extraño binomio ese de debilidad y fortaleza, de necedad y ligereza. Quería saber por qué mi vida era esta.
Y, entonces, como no había forma de saberlo. Escribí todas mis preguntas en mi libreta y la cerré. Decidí vivir mi presente, mi futuro, como si fuera algo míosólomío.
Y entonces, como no había historias, me puse a escribirlas.
Y, desde entonces, no he dejado de hacerlo.
Samuel murió, ¿saben? y como no está aquí: Escribo lo que quiero y sé que lo que sucede, sucede porque así lo quise yo. Esta, soy yo.
Esto, escribo yo.