La de la cosa en el cuello

Pues básicamente el famoso esguince vertical se ha convertido en una pesadilla. Uno de los medicamentos es un relajante muscular que me atonta (como si no fuera suficiente la tontera natural de una), el otro es para el dolor y la deja a una con una gastritis fantástica. Siempre tengo sueño o estoy de malas o con el ánimo por los suelos. Dormir es un martirio. Para que mi cuello sea tan divino como antes tengo que hacer diez, DIEZ, sesiones de terapia que por cuestiones laboratoristas tendré que realizarme en TJ. No debo manejar así que adiós placeres automovilísticos… La lista puede continuar.

Eso de ser otra vez la de la cosa en el cuello no es nada agradable. Lo único que me salva son los prendedorcitos que le cuelgo al collarín cada vez que salgo. Lisiada, sí, pero con estilo.

LA VIDA COTIDIANA

En el nuevo número de Letras Libres, Christopher Domínguez escribe: “El gran invento de Ibargüengoitia, en los términos de la crónica en México, fue la postulación de la vida cotidiana como aventura absoluta”. Lo leo y me repito: la vida cotidiana como aventura absoluta. Eso que muestran las páginas de Ibargüengoitia una y otra vez. Me gusta cuando veo impresas ideas que de algún modo me coquetean en la frente de cuando en cuando. Sí, la vida cotidiana, ese relámpago de luz que a veces no narramos y, peor aún, no observamos.

Me gusta eso, escribir de la vida cotidiana, de los eventos que la encadenan, de los momentos que la irrumpen. Me gusta observar la vida cotidiana. A mi vecino, que vive solo y casi no sale, regar su jardín mirando siempre algo más que su jardín. A mis vecinas que se evitan la una a la otra. Al niño que en el Oxxo de la colonia, te lava el parabrisas sin importar cuántas veces le digas que no.

Raymond Carver decía que un escritor no necesita trucos que sólo necesita presenciar con la boca abierta esta cosa o la otra – un atardecer o un zapato viejo- en puro y absoluto asombro. El escritor puede trabajar tan sólo con aquello que la vida cotidiana le ofrece. La aventura absoluta, pues.

LOS HOMBRES NO LLORAN

Finalmente se fueron los dos dientes de a mentis que el médico le puso al de siete. Los dos incisivos, esos eran. Tuvieron que irse porque los suyos ya venían en camino con una desesperación de aquellas. Fuimos al dentista, tres horas antes el hijo ya estaba con los nervios de punta (ese asunto de los dientes le viene genéticamente irresistible).

Yo no sé cómo sean los otros hijos de la otra gente con los dentistas, pero el mío no permite un sólo dedo en su boca sin que se le explique CLARAMENTE qué es lo que se le va a hacer. El médico explicó y trató de hacer énfasis en que esto no iba a doler. Sin embargo, al decir de los gritos del hijo, eso sí dolía.

Finalmente el asunto acabó, el de siete me miraba como si lo hubiera mandado al matadero.

Al otro día su abuelo le habló por teléfono, ansioso quizá por una reseña del evento. El hijo explicó lo ocurrido y le dijo: me dolió mucho y lloré, así que no me vengas con tu palabra… esa palabra, ya sabes cuál. Colgó.

Intrigada, más bien, intrigadísima, le pregunté a qué se refería. Me dijo: a eso que dice mi abuelito de que los hombres no lloran, yo no creo en eso… porque cuando algo duele pues uno llora, sea hombre o mujer, qué no?

Claro, le dije, claro. Y miré su hueco en la dentadura y lo encontré más bello que nunca, más bello que nunca.

Y CUANDO LYLA TE DICE…

“Si tú eres puuuura alegría” Una no puede sino, por supuesto, sonreir de pura alegría (incluso con el maldito collarin puesto).

EL DIA QUE MURIO PAPA (relato)

El tiempo lo está royendo,
está devorando una a una las células que lo componen.
Sus células se están apagando como luces.
J.M. Coetzee

Uno
La enfermedad de mi padre era irremediable. Los muchos médicos y los muchos análisis repetían lo mismo: el problema estaba en la sangre. Su esposa dijo lo mismo que mi madre: para saber eso no se necesitan ni médicos ni análisis. Mi madre tomó el asunto con calma. A Beatriz, su esposa, le tomó un poco más de tiempo. Pero después de unos días de soportar sus quejas, sus demandas, sus histerias de hombre enfermo no hizo sino hacerse a la idea.

No fue lo mismo conmigo y con mis hermanos. Éramos los únicos consternados.

Dos
Yo estaba en Tampico cuando todo esto ocurrió. Trabajaba en un café por las tardes; por las noches, escribía. Tenía años aquí y sin embargo no conocía a nadie y nadie me conocía. El incógnito era lo que mejor me venía. Amelia me avisó. “Tienes que venir”, me repetía. “Está muy grave, yo lo veo muy mal. Debemos estar juntos en esto”. Una hora más tarde, Guillermo me llamaba para decirme lo mismo, yo tenía que estar allá para ayudarlos con los cuidados de papá porque ellos no podían dejar sus empleos. Supongo que trabajar en un café y escribir por las noches no contaba como un empleo, como una vida. Así que asumieron que yo podía prescindir de lo mío, ellos no. Ellos tenían trabajos serios y no podían darse el lujo de pasar el día en el hospital

Esa noche, mientras organizaba mis cosas, no dejaba de pensar en lo mucho que me hubiera gustado meter en la maleta el valor que había desarrollado en los últimos años. Pero sabía, perfectamente, que bastaría sacarlo de la maleta para que mi padre, lo fulminara.

Tres
Mi padre, como su enfermedad, era irremediable. Era intransigente en sus decisiones, castrante en sus opiniones. Sólo la exageración hace clara su descripción. Para él, en corto, sus hijos éramos decepcionantes y sus mujeres, no muy lejanas a lo mismo. Las pocas palabras que papá pronunciaba para o por nosotros eran, cuando mucho, manchas sobre nuestra existencia. Nosotros, entre más nulos, más aceptables.

Pero ahora él estaba en un hospital y su presencia, nula.

Cuatro
El hombre fuerte, invencible, el hombre que acababa con los sueños de quienes le rodeaban, era débil. Mi padre estaba reducido a un cuerpo pequeño bajo una sábana blanca. Balbuceaba apenas. Las palabras se resistían a sus labios. El tiempo se le había venido encima. Primero un dolor, después quizás un desmayo y de pronto mi padre estaba viejo y encamado. Parece increíble que nadie le hubiera dicho que esto pasaría. Mi padre estaba vencido. La imagen era agobiante. Me aseguré de que tuviera agua fresca, de que las cortinas estuvieran abiertas y la ventana cerrada, reacomodé el campo de batalla que parecían sus sábanas. Luego me senté a su lado. En cuanto lo hice, su presencia me azotó.

Yo estaba ahí para cuidarlo, para acompañarlo, incluso quizás también para sentir lástima, pero de eso último fui incapaz. Hubiera deseado, con todas mis fuerzas, sentir algo, amarlo un poco de nuevo. A fin de cuentas, ¿qué le queda a uno sino comprender los errores de sus padres? Pero fui incapaz. Yo decidí no comprender nada.

Cinco
Quizá alguno de mis hermanos, frente al cuerpo herido de mi padre, pudo hacer del pasado algo breve y lejano. Yo no, para mí, el pasado estaba aquí. Y veía el estado actual de mi padre como una especie de consecuencia. Por supuesto, me estorbaba pensar en términos de culpa y penitencia, de víctima y victimario. ¿Cómo hacerlo? Era vergonzoso. Absurdo. Pero lastimosamente inevitable. La vida de mi padre colgaba de una pared, era el cuadro torcido que nadie se atreve a enderezar por pereza o por la posibilidad de que éste se caiga y rompa el cristal que lo protege. Yo tampoco iba a acomodarlo.

Mi padre comenzó a quejarse del dolor. “Es terrible”, repetía. Se movía de un lado a otro, pero con un movimiento pesado, lento. Adolecía, apretaba los ojos como señal, apretaba los puños como signo exacto del tormento. Uno nunca sabe qué hacer frente al sufrimiento ajeno.

No sé cómo, pero logré con gran esfuerzo hacer a un lado mi vida a su lado, mi vida rodeada de pérdidas y lamentos. Hice lo que nunca había hecho: tomé su mano. Tomé la mano de mi padre y suavemente le dije: “todo va a estar bien”. Mi padre, abrió los ojos, los abrió enormes y penetrantes. Pensé por unos segundos que de algún modo mis palabras lo habían aliviado. Pero no, papá me miró, me miró y me dijo implacable: “Tú… tú qué sabes, imbécil”, y exhaló.

Seis
El día que murió papá, el médico nos explicó lo que todos sabíamos: El problema estaba en su sangre.

¿TIENEN CALOR?

Prueben cruzar su campus, subir el equivalente a tres pisos con un collarín apretadito a eso de las dos de la tarde y entoooonces, se quejan.

(¡demonios!)

HISTORIA DE DOS DIENTES (relato)

Esta es una historia de dos dientes. Los protagonistas son un hombre y una mujer, y dos dientes, uno de ella y otro de él. La pareja decide vivir juntos. Él y ella viviendo ese extraño espacio de felicidad que se da entre dos personas y que a veces dura tan poco. La historia inicia justo en la mudanza. Ella, haciendo un derroche de la fuerza que en realidad no tiene, arrastra un mueble que luego resulta peligroso pues de alguna forma se le viene un poco encima y le da un solo golpe seco y punzante que logra, sorpresivamente, no sólo lastimarle el rostro sino incluso, tirarle un diente.

Es difícil narrar lo trágico que es esto para ella, expresar la vergüenza que la posee al sentir su dentadura incompleta y, por lo tanto, su belleza desecha. La caída de ese diente es algo tremendo para este personaje. Ella se encierra en el baño a mirar su diente, es decir, su ausencia de diente frente al espejo. Él está del otro lado. La llama, toca la puerta incesantemente. Le pregunta ¿estás bien, linda?, ¿te lastimaste? ¿necesitas algo?, ¿me dejas entrar, te puedo ayudar? Ella se niega una, otra y otra vez. Hasta que finalmente, cede. Abre la puerta sin decir palabra, extiende su mano derecha y le muestra su diente caído. Rompe en llanto. Él la abraza, le dice que no pasa nada, que ahorita, ahorita mismo van al dentista, que no tiene nada de qué preocuparse. Ella confortada por él, por sus brazos y palabras, esboza una leve sonrisa y le dice, buscando compensar su dolor: ¿cuánto dinero me traería el ratón por un diente adulto?, ambos rien hasta que él responde: mucho, mucho dinero.

No es necesario describir la cita con el dentista, ocurre lo mismo de siempre, los sonidos son los de siempre y los olores también. La situación es, por supuesto, dolorosa para ella. Pasada la cita, ambos vuelven a casa. Ella se va a la cama, el sedante, el dolor y el ajetreo del día en general la tumban. Mientras duerme, él termina de acomodarlo todo en la casa. Entre una caja y otra, entre un mueble y otro, tiene una idea. Descubrir al otro día bajo la almohada un hermoso anillo y una nota diciendo “El ratón dejó esto para ti”, le pareció a ella el gesto más maravilloso del mundo. Así se lo dijo: “Este es el gesto más maravilloso del mundo, nunca lo olvidaré”.

Lo que sigue tiene que ver con otro diente. En esta ocasión es un diente de él. Un diente que salió de su boca, también con sangre y también como resultado de un golpe. Pero esta vez el golpe no vino de un mueble, sino de un puño. El puño de ella. Fue la última vez que tuvieron una discusión. Ambos se miraban con el odio que sólo generan el tiempo y el hartazgo. Ambos apretaban sus puños como si fuera ya el único remedio. Poco importan los motivos. Ambos al ver caer el diente supieron que había llegado el final de esta historia. Él limpió la sangre de sus labios y se marchó. Ella observó el golpe en su ojo, en su quijada y se aseguró de que su dentadura estuviera intacta.

ESGUINCE CERVICAL

Ibamos rumbo a comer algo previo a la lectura. Ibamos contentos, ibamos riéndonos. El Tambor y el Omar enseñaban al de siete cómo ligar a una niña. Olivia y yo hablábamos curiosamente, de carros. Estábamos en el semáforo del costco, la luz se pone verde, no avanzamos inmediatamente pero el de atrás decidió que verde es avanzar sin importar lo que estuviera enfrente y BUMP se nos viene encima. Tremendo golpe y susto.

El Tambor, lindo él, agarró bien al de siete. El peque no se lastimó, nadie se lastimó. Just me. El fiesta rojo tiene un pequeñísimo golpe trasero y el orgullo herido.

Con el tiempo encima, llegamos a la lectura. Creo que salió bien pero yo tenía un dolor intenso. Después fuimos al hospital y después de inyectarme, pasearme en bata sobre silla de ruedas por todo el hospital para radiografías y revisiones tuvimos el resultado: esguince cervical. Sí, heme por cuarta vez en mi vida con un collarín. Dos semanas sin el glamour de siempre, queridos.

Dice el Omar que por el resto de mi vida, cuando salga de mi casa voy a tener que agarrar siempre la bolsa, las llaves y el collarín por si las dudas. PUF.

Se aceptan mensajes, llamadas, flores y licuados de fresa con granola (también sushi, alitas, pizza…)

José Emilio Pacheco llegó.

(y fue tanto nuestro placer que no tengo ni qué decir).

HORAS DE JUNIO

Comenzaron ya las lecturas del Horas de Junio. Me tocó ser moderadora emergente. Creo que arriba es el mejor lugar para escuchar a los autores. Así estaba yo, muy atenta y calladita cuando de pronto, sobre nuestras cabezas voló una N. La N de Junio se cayó. No pude hacer nada pero de haber estado entre el público me hubiera reído. Alcancé apenas a anotar en mi libreta: “se cayó la ene de junio… ¿qué significará eso?”

Anyway, ya llegó mi compita el Herbert al que hace años no veía, él lee hoy a las 6. No falten pues en su mesa también está Xevdeth Bajraj un poeta de Kosovo, Sonora, como dice él.

A las 7 será el homenaje de José Emilio Pacheco. Sigo preguntándome si realmente vendrá.