Mi Primer Acoso

Cuando yo estaba en cuarto de primaria, la gran aventura del día era ir a la tienda, que no era la tienda de la esquina, era la tienda de cuatro o cinco calles más allá del baldío. Me sentía importante, tal vez por la canastilla roja para seis botellas de coca cola o por el billete bien doblado en el bolsillo, tal vez por la confianza de que yo ya era grande y podía ir a la tienda.

El baldío era un desierto ante mis ojos, ante mi estatura. Un espacio gigante con piedras, montoncitos de de tierra aquí y allá, árboles secos y desolados.

Fue justo detrás de uno de esos árboles que salió el hombre, bragueta abierta, su miembro en la mano. El hombre sonreía, me sonreía y se tocaba. “Oye, oye,” me decía. “Oye, ven, mira,” me repetía. El hombre me enseñaba su miembro. Yo evité cruzar la mirada con él y caminécasicorrí hasta cruzar el baldío entero. Lo pienso ahora, ¿qué se sentirá cruzar un desierto para salvarse? Llegué a la tienda, hice mi compra y como no me atreví a volver por el baldío tuve que dar una vuelta enorme tan sólo para llegar a casa.

“¿Por qué te tardaste tanto?” Me preguntó mi mamá. No sé qué le dije, no sé qué le inventé. Pero sé muy bien que no le dije la verdad. Creo que no se lo dije nunca.

No sé cuántas otras veces tuve que ir a la tienda a comprar algo, pero antes de cruzar el baldío, siempre antes, agarraba un par de piedras y me las guardaba en el bolsillo, justo al lado del billete. ¿Qué me hizo pensar que eso, que dos piedras iban a salvarme?

Las piedras no salvan, debería saberlo ya. ¿Fue eso un acoso, y si lo fue, por qué nunca se lo dije a nadie?

 

 

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Un Alma Cercana